VIDA Y ESCRITOS
Jorge Berkeley nació en Dysert,Irlanda, el 12 de marzo de 1685. Se graduó en Dublín en 1707 y llegó muy pronto a formular el principio de su Filosofía, el Inmaterialismo, que concibió desde un principio como esfuerzo encaminado a defender la conciencia religiosa y sus valores básicos. A los 24 años, en 1709, publicó el Ensayo de una nueva teoría de la visión; y al año siguiente (1710) publicó el Tratado sobre los principios del conocimiento humano, cuyo principal intento se muestra palpablemente en el subtítulo:
"en el cual se investigan las principales causas de error y de dificultades en las ciencias, con los fundamentos del escepticismo, del ateísmo y de la irreligiosidad.”
En 1713, Berkeley se dirigió a Londres, donde frecuentó la brillante sociedad de su tiempo y trabó amistad con los personajes más conocidos de la literatura y de la política, entre ellos su paisano Jonatán Swift. Allí publicó los Tres diálogos entre Hylas y Philonus (1713), en los, cuales reprodujo en forma dramática de diálogo las tesis del Tratado. En los años siguientes Berkeley viajó por Italia (1714, 1716-20) y de este viaje nos ha dejado una narración descriptiva en el Diario de Italia, que no fue publicado hasta 1871. Vuelto a Inglaterra, publicó en 1721 un escrito de filosofía natural, De motu, y un Ensayo para prevenir la ruina de la Gran Bretaña.
En 1723 formuló el gran proyecto de evangelizar y civilizar a los salvajes de América. Creyendo que su proyecto había llamado la atención del público y del gobierno, partió en 1728 para fundar un colegio en las islas Bermudas. Se detuvo en Rhode Island para esperar (inútilmente) los subsidios prometidos, y permaneció allí hasta fines de 1731. En estos tres años compuso el Alciphron, diálogo polémico contra los librepensadores de su tiempo, que fue publicado en 1732.
Vuelto a Londres pidió y obtuvo el nombramiento de obispo de Cloyne, Irlanda, y se estableció allí (1734) dedicándose a numerosas obras filantrópicas y morales.
Con ocasión de las epidemias que asolaron a Irlanda en 1740, creyó ver en el agua de alquitrán un remedio milagroso. Escribió entonces la Siris o Cadena de reflexiones e investigaciones filosóficas sobre las virtudes del agua de alquitrán y otros varios argumentos, relacionados entre sí y que derivan uno del otro. En 1752 fue a establecerse á Oxford, y aquí murió el 20 de febrero de 1753.
El interés dominante de Berkeley no es el filosófico, sino el religioso; y la misma religiosidad la considera desde un punto de vista más bien práctico que especulativo, como fundamento necesario de la vida moral y política. La doctrina que le asegura un sitio eminente en la historia de la filosofía – su espiritualismo inmaterialista – la considera él como un simple instrumento de apologética religiosa, no como un fin en sí misma. Por otra parte, sólo se ocupó de ella en su actividad juvenil, hasta el año 1713, esto es, hasta la edad de 28 años. En las obras sucesivas aquella doctrina, aun sin ser explícitamente contradicha o negada, la descuida y busca en otras partes, esto es, en el neoplatonismo tradicional, los elementos de su apologética religiosa. El Alcifrón y el Siris son las obras principales de este segundo periodo; pero otros escritos menores de Berkeley revelan igualmente bien la intención de su actividad filosófica. Así en el Analista, “un discurso dirigido a un matemático incrédulo” (1734), sostiene la tesis de que los elementos últimos de las matemáticas son asimismo tan incomprensibles como las verdades del cristianismo y que por esto, si se tiene fe en las matemáticas, con mayor razón se debe creer en las verdades religiosas; tesis que vuelve a aducir en la Defensa del librepensamiento en matemáticas (1733), haciendo resaltar la contradicción en que caen algunos matemáticos que “creen en la doctrina de las fluxiones”, pero “pretenden rechazar la religión cristiana porque no pueden creer lo que no entienden o porque no pueden asentir sin evidencia o porque no pueden someter su fe a la autoridad” (Works, III, . 66).
EL NOMINALISMO
Un una colección juvenil de pensamientos (Common-place book, publicado en 1871) Berkeley presentaba ya bajo forma de apuntes sueltos temas sobre que debía insistir en su especulación. Estos temas aparecen claramente en su primera obra, Ensayo de una teoría de la visión. La tesis de Berkeley es que la distancia de los objetos al ojo no se ve, sino que es solamente sugerida al espíritu por las sensaciones que se derivan de los movimientos del ojo. Asimismo, la magnitud de los objetos y su situación, recíproca no se ven directamente, sino que son únicamente interpretaciones del significado táctil de los colores, los cuales son en realidad lo único visto verdaderamente por los ojos. La coincidencia de las sensaciones táctiles con las visuales carece de justificación. Unas y otras sensaciones son simplemente -signos de los cuales consta el lenguaje de la naturaleza, dirigido por Dios a los sentidos y a la inteligencia del hombre. Este lenguaje tiene por objeto instruir al hombre para regular sus acciones, con el fin de obtener lo que es necesario para su vida y evitar lo que puede destruirla (Teoría de la visión, 147).
Ya en este análisis prescinde Berkeley de cualquier referencia a una realidad externa y reduce las sensaciones a signos del lenguaje natural, que es el medio de comunicación entre Dios y el hombre. La negación de la realidad externa se convierte en el tema de las obras sucesivas. En la introducción al Tratado sobre los principios del conocimiento humano, Berkeley establece las premisas gnoseológicas de su doctrina. La causa principal de los errores e incertidumbres que se encuentran en filosofía, es la creencia en la capacidad del espíritu para formar ideas abstractas. El espíritu humano, cuando ha reconocido que todos los objetos extensos tienen como tales algo común, aísla este elemento común de los demás elementos (magnitud, figura, color, etc.), que diferencian los mismos objetos y forma la idea abstracta de extensión, que no es ni una línea, ni una superficie, ni un sólido y que no tiene ni magnitud ni figura, sino que está completamente separada de todas estas cosas. De la misma manera forma la idea abstracta del color, que no es ninguno de los colores en particular, y del hombre, que no tiene ninguno de los caracteres particulares que son propios de los individuos humanos singulares. Ahora bien, Berkeley niega que el espíritu humano tenga la facultad de, abstracción y que las ideas abstractas sean legítimas. La idea de un hombre es siempre la de un hombre particular, blanco, negro, alto o bajo, etc. La idea de extensión es siempre la de un objeto particular extenso, con una determinada figura y magnitud, y así sucesivamente. No hay idea de un hombre que no tenga ningún carácter particular, como no hay en realidad un hombre de esta clase. Estas consideraciones sirven para que Berkeley defienda un nominalismo, que es aún más radical que el de Locke y deriva también de Ockham directamente. Las que Locke llama ideas generales no son ideas abstractas, como él sostiene, sino ideas particulares tomadas como, signos de un grupo de otras ideas particulares afines entre sí. El carácter de universalidad que adquiere la idea particular de esta manera, deriva solamente de su relación con otras ideas particulares en lugar de las cuales puede estar y se debe, por consiguiente, a su función de signo. El triángulo que un geómetra tiene presente para demostrar cualquier teorema. En cuanto a las ideas abstractas, su origen se debe simplemente al mal uso, de las palabras y el mejor medio para librarse de ellas, y para evitar las confusiones y problemas ficticios a que dan pie, es el de fijar nuestra atención en las ideas y no en las palabras que las ideas expresan. De esta manera, se conseguirá fácilmente la claridad y distinción, que son los criterios de su verdad. Esta reducción de las ideas generales a signos, es para Berkeley sólo el punto de partida de un nominalismo radical, cuyas etapas sucesivas serán:
1.º La reducción de toda realidad sensible a idea;
2.º La reducción de la idea a signo de un lenguaje divino.
Berkeley emplea el principio cartesiano, ya aceptado por Locke, de que los únicos objetos del conocimiento humano son las ideas. Lo que nosotros llamamos cosa no es más que una colección de ideas: por ejemplo, una manzana es el conjunto de un cierto color, de un olor, de una figura, de una consistencia determinada. Ahora bien, para existir, las ideas tienen necesidad de ser percibidas su esse, dice Berkeley (Principios, § 3), consiste en su percipi, y no es por tanto posible que existan de cualquier modo fuera de los espíritus que las perciben.
Comúnmente se cree que las cosas naturales (los hombres, las casas, las montañas, etc.) tienen una existencia real distinta de la percepción que el entendimiento tiene de ellas. Se distinque el ser percibido de una cosa de su ser real. Pero esta distinción es una de las muchas abstracciones que Berkeley condena de antemano. En realidad, es imposible concebir una cosa sensible separada o distinta de la percepción correspondiente. El objeto y la percepción son la misma cosa y no pueden ser abstraídos uno de otro. Esto quiere decir que no existe una sustancia corpórea o materia, en el sentido en que comúnmente se entiende, esto es, como objeto inmediato de nuestro conocimiento. Este objeto es solamente una idea, y la idea no existe si no es percibida. La única sustancia real es, pues, el espíritu que percibe las ideas (Ibid., § 7).
Pero además de esa primera forma de materialismo, hay otra más refinada, por la cual se admite que los cuerpos materiales no son inmediatamente percibidos, sino que son los originales, los modelos de nuestras ideas, que serían copias o imágenes de ellos. Pero Berkeley repite que, si estos ejemplares externos de nuestras ideas son perceptibles, son ideas; y si no son perceptibles, es imposible que puedan asemejarse a las ideas, ya que un color, por ejemplo, no será nunca semejante a algo invisible. Así, el punto de vista de Locke queda eliminado. Entre cualidades primarias y secundarias no hay ninguna diferencia. En primer lugar, las cualidades primarias no existen sin las secundarias; no hay, por ejemplo, una extensión que no sea coloreada. Y en todo caso la forma, el movimiento, la magnitud, etc. son ideas exactamente como los colores, los sonidos, etc. No pueden, pues, subsistir fuera de un espíritu que las perciba, y no son más objetivas que las llamadas cualidades secundarias. El último refugio del materialismo puede ser el de admitir la sustancia material como un substrato de las cualidades sensibles. Pero este substrato material, debiendo ser por definición distinto de las ideas sensibles, no tendrá ninguna relación con nuestra percepción y no habrá manera de demostrar su existencia. Tampoco podría ser considerado como causa de las ideas; porque no se puede llegar a concebir que un cuerpo actúe sobre el espíritu y pueda producir una idea. La materia, si existiera, sería inactiva y no podría producir nada; mucho menos podría producir algo inmaterial, como la idea. La afirmación de la realidad de objetos sensibles fuera del espíritu es, pues, para Berkeley una cosa absolutamente falta de sentido. Nosotros podemos indudablemente pensar que hay árboles en un parque o libros en una biblioteca, sin que ninguno los perciba; pero esto se reduce a pensarlos como no pensados, precisamente en el momento en que se piensa en ellos; lo cual es una contradicción evidente (Ibid., § 23). Las ideas deben indudablemente tener una causa; pero esta causa no puede ser, como se ha visto, la materia, y no pueden ni siquiera ser las mismas ideas. Las ideas son esencialmente inactivas: carecen en absoluto de fuerza y de acción. Es activo solamente el espíritu que las posee. Nuestro espíritu puede, por tanto, obrar sobre las ideas y de hecho actúa uniéndolas y variándolas a su voluntad. Pero no tiene ningún poder sobre las ideas percibidas actualmente, esto es, sobre las que nosotros llamamos habitualmente cosas naturales. Estas ideas son más fuertes, más vivas y más distintas que las de la imaginación. Tienen también, un orden y una coherencia muy superior a la de las ideas agrupadas por los hombres. Deben, pues, ser producidas en nosotros por un espíritu superior, que es Dios. Las que llamamos leyes de la naturaleza son las reglas fijas v los métodos constantes mediante los cuales Dios produce en nosotros las ideas de los sentidos. Aprendemos esas reglas por experiencia, la cual nos enseña que una idea va acompañada por otra en el curso ordinario de las cosas. Sabemos así a qué atenernos para las necesidades de la vida; y sabemos, por ej., que los alimentos nutren, el fuego quema, etc. El orden: con que las ideas naturales se presentan demuestra, por tanto, la bondad y la sabiduría del espíritu que nos gobierna (Ibid. 29-32). Berkeley no pretende con esto quitar toda realidad al conocimiento y reducirlo a una fantasía o sueño.
Considera que ha establecido sólidamente la diferencia entre sueño y fantasía, reconociendo que las ideas que nosotros llamamos cosas reales, son producidas en nuestros sentidos por Dios, y que las demás, mucho menos regulares y vivas, que llamamos propiamente ideas, son las imágenes de las primeras (Ibid., § 33). Pero no es contrario al uso de, la palabra cosas para indicar las ideas reales que proceden de Dios. Se trata aquí de palabras: lo importante es no atribuir a las llamadas cosas una realidad externa al espíritu (Dial., III, W., l, p. 471). Tampoco admite que las ideas no existan verdaderamente en los intervalos en que no son percibidas por cada uno de nosotros y que, por tanto, las cosas se aniquilen y creen en cada momento; pues, cuando no son percibidas por nosotros, lo son por otros espíritus (Princ., § 48). En este sentido las cosas pueden también llamarse externas con respecto a su origen, en cuanto no son engendradas desde el mismo interior del espíritu, sino impresas en él por un espíritu diverso del que las percibe (Ibid., § 90).
Así, Berkeley admite que Dios conoce todo lo que es objeto de nuestras sensaciones; pero niega que en Dios este conocimiento sea una experiencia sensible semejante a la nuestra, porque tal experiencia es incompatible con la perfección divina. Dios emplea más bien las sensaciones como signos para expresar al espíritu humano sus propias concepciones (Diál., III, W., I, p. 458-459). Berkeley hace ver inmediatamente la ventaja que para la religión cristiana de esta negación de la materia. La alternativa está entre materialismo y espiritualismo. Si se admite que la materia es real, la existencia de Dios resulta inútil, porque la misma materia se convierte en causa de todas cosas y de las ideas que hay en nosotros. Se niega de esta forma cualquier designio providencial, toda libertad e inteligencia en la formación del mundo, la inmortalidad del alma y la posibilidad de la resurrección. La existencia de la materia es el principal fundamento del ateísmo y del fatalismo, y el mismo principio de idolatría depende de él. Una vez rechazada la materia, sólo se puede recurrir a Dios para explicar el origen y la belleza de nuestras ideas sensibles, y la misma existencia de las cosas sensibles se presenta como evidencia inmediata de la existencia de Dios. La consideración y el estudio de la naturaleza adquieren en este caso un significado religioso inmediato, ya que darse cuenta de las leyes naturales significa interpretar el lenguaje por medio del cual Dios descubre a los hombres sus atributos y los guía hacia la felicidad de la vida. La ciencia de la naturaleza es una especie de gramática del lenguaje divino: considera más los signos que las causas reales. La filosofía es la verdadera lectura del lenguaje divino de la naturaleza porque descubre su significado religioso (Princ., § 108-109). Por esto la ciencia de la naturaleza se para en los signos de este lenguaje y en sus relaciones; la filosofía se eleva hasta la grandeza, sabiduría y benevolencia del creador (Ibid., Q 109). El inmaterialismo hace además indudable la inmortalidad del alma. El espíritu, esto es, la sustancia que piensa, percibe y quiere, sin tener caracteres comunes con las ideas. Las ideas son pasivas, el espíritu es actividad; las ideas son pasajeras y mudables, el espíritu es una realidad, permanente y simple, sin ninguna composición. Como tal, el alma del hombre es naturalmente inmortal (Ibid., § 141). El espíritu y las ideas son tan diversos entre sí que no podemos ni siquiera decir que tenemos una idea del espíritu. Lo conocemos, sí, y con absoluta certeza; pero este conocimiento debe llamarse más bien noción porque es completamente distinto de las ideas que constituyen el mundo natural (Ibid., § 142). Los espíritus distintos de los nuestros no son, sin embargo, conocidos sólo por medio de las ideas que producen en nosotros. El conocimiento de ellos no es inmediato, como el que tenemos de nuestro propio espíritu, sino mediato e indirecto, esto es, a través de los movimientos, de los cambios y de las combinaciones de .ideas, las cuales nos informan de la existencia de ciertos seres particulares semejantes a nosotros. La mayor parte de las ideas, siendo las que llamamos “obras de la naturaleza", nos revelan directamente la acción de Dios como de un Espíritu único, infinito y perfecto. La existencia de Dios es mucho más evidente que la de los hombres (Ibid., § 147). Los fundamentos doctrinales expuestos hasta ahora constituyen las tesis de las obras de juventud de Berkeley. Ya que estas obras no se los considera como fines en sí mismos, sino sólo como medios aptos para defender y reforzar la religión en los hombres. Este fin apologético se hace cada vez más dominante en obras sucesivas. Estas no rechazan las típicas tesis del inmaterialismo y de la reducción de las cosas naturales a simples ideas; pero, en cierto modo, las ponen entre paréntesis, insistiendo cada vez más en una metafísica religiosa tomada del neoplatonismo. El paso de la primera a la segunda fase de Berkeley se puede descubrir en el breve escrito latino De motu de 1721 La tesis de esta obra es que “aquellos que afirman que hay en los cuerpos una fuerza activa, acción y principio de movimiento, no se basan en experiencia alguna; se valen de términos generales y oscuros y no saben lo que quieren. Por el contrario, los que afirman que el principio del movimiento es la mente, sostienen una doctrina defendida por la experiencia y aprobada por el consentimiento de los hombres más doctos de todos los tiempos” (§ 31). La mente de que se habla es Dios mismo, "el cual mueve y contiene toda esta mole corpórea y es la causa verdadera y eficiente del movimiento y de la misma comunicación del movimiento”. Berkeley reconoce, no obstante, que en la filosofía física es menester buscar las causas de los fenómenos en principios mecánicos, mientras que en metafísica se llega a la causa verdadera y activa, esto es, a Dios mismo (§ 69-72). Las obras sucesivas de Berkeley insisten cada vez más en esta metafísica que ve en Dios la mente y el principio informador del universo. El Alcifrón es, como dice el subtítulo, una “apología de la religión cristiana contra los llamados librepensadores”. Está dirigido contra el deísmo iluminista que separaba de la religión la moral y reducía la misma religión a principios racionales independientes de toda revelación. Aunque las primeras obras de Berkeley den un concepto de la divinidad muy cercano: al de los llamados librepensadores, porque está fundado únicamente en la razón natural y no en la revelación, el Alcifrón afirma decididamente la insuficiencia de la religión natural. Esta no llega nunca a ser una auténtica y sentida fe, que se manifieste en oraciones y actos externos de culto, ni siquiera en aquellos que la profesan, ni puede convertirse nunca en la religión popular o nacional de un país (Alc., V, 9). La revelación es necesaria a la religión para que ésta sea verdaderamente operante en el espíritu y en las acciones de los hombres y ejerza una acción benéfica sobre sus costumbres. No es posible una moral sin religión; y puesto que la religión se funda en la fe en Dios, el IV Diálogo de la obra repite los argumentos aducidos en la Nueva teoría de la visión que concluyen demostrando en el universo natural el lenguaje con que Dios habla a los hombres. Los objetos propios de la vista, dice Berkeley (Ibid, IV, 10), “son luces y colores con diversas sombras y grados; los cuales, infinitamente variados y combinados, forman un lenguaje maravillosamente apto para sugerirnos y mostrarnos las distancias, las figuras, las situaciones, las disminuciones y las diversas cualidades de los objetos tangibles, no por semejanza ni por conexión-necesaria, sino por la arbitraria imposición de la providencia, precisamente tal como las palabras sugieren las cosas significadas por ellas. De este modo Dios habla a nuestros ojos y debemos aprender este lenguaje divino y. reconocer a través de él la sabiduría y bondad de Dios. Los últimos diálogos del Alcifrón se dirigen a reivindicar la superioridad del cristianismo sobre las otras religiones y a defender los milagros y los misterios del mismo cristianismo con el argumento de que sus misterios no son más comprensibles que los fundamentos de las ciencias naturales y, por tanto, que toda la experiencia humana. Más alejada aún de la gnoseología de sus primeras obras es Siris un tejido de reminiscencias y de citas tomadas de la tradición religiosa neoplatónica. después de haber hablado de las virtudes medicinales del agua de alquitrán, Berkeley pasa a explicar la manera con que obra y llega a reconocer que el principio de su acción es el mismo que obra en todo el universo: un fuego invisible, luz, éter o espíritu animador del universo. El éter anima todas las cosas y comunica a todos los seres una chispa vital que después de la extinción de cada ser, vuelve a fundirse con él. Pero el éter es sólo un medio universal de que Dios se sirve para ejercer su acción; la causa primera no puede ser más que espiritual, porque sólo el espíritu es activo. La cadena de fenómenos físicos, a los cuales permanece limitada la ciencia natural, debe en un cierto punto fundamentarse en el entendimiento divino, como causa de todo fenómeno y de todo movimiento (Siris, § 237). Y a propósito de la esencia divina, Berkeley repite las especulaciones del neoplatonismo, reconociendo en ella tres hipóstasis, la Autoridad, la Luz y la Vida, las cuales se completan mutuamente, ya que no puede haber autoridad o poder, sin luz o conocimiento, y no puede haber ni una ni otra cosa sin vida y acción (Ibid., § 361). Aquí no se hace ya referencia a la irrealidad de las cosas materiales y su reducción a ideas. Con todo, esta metafísica neoplatónica es sustancialmente idéntica a la que presuponía en sus primeras obras. Las cosas son siempre manifestaciones de la acción divina, signos naturales del entendimiento activo; no tienen realidad ni actividad, por su cuenta; pero en ellas actúa y se revela Dios mismo, Desde la primera a la última de sus obras, Berkeley permanece fiel a su objetivo fundamental, el de justificar la vida religiosa como un coloquio entre Dios y el hombre, coloquio en el cual Dios habla al hombre mediante signos o palabras, que son las cosas naturales, y el hombre puede, por medio de estas palabras, llegar hasta Dios. El empirismo facilita a Berkeley poder eliminar el obstáculo para el coloquio, representado por el mundo material, y le permite descubrir precisamente en este mundo la palabra de Dios, los signos de su inmediata revelación. El carácter netamente religioso de la obra de Berkeley es, por último, evidente en el principio propuesto por él como fundamento de la moral política: la obediencia pasiva al poder constituido. En un discurso publicado en 1712 sobre la Obediencia pasiva o principios de la ley de naturaleza, Berkeley afirma que el hombre no puede alcanzar la felicidad confiándose a un juicio particular, sino sólo conformándose a las leyes determinadas y establecidas. Estas leyes están impresas en el espíritu por Dios y la obediencia a las mismas es, por tanto, la misma obediencia a Dios. Berkeley identifica estas leyes naturales divinas con las leyes de la sociedad y, por tanto, afirma que “la fidelidad o sumisión a la suprema autoridad tiene, si se practica universalmente junto con las demás virtudes, una conexión necesaria con el bienestar de toda la humanidad, y, por consiguiente, es un deber moral o una rama de la religión natural” (O 16). Rechaza, por tanto, la doctrina del contrato como origen de la sociedad civil y la legitimidad moral de la rebelión contra la autoridad del gobierno. Los inconvenientes a que puede conducir la obediencia pasiva no son diferentes de los inconvenientes que pueden resultar del cumplimiento de cualquier otro deber moral: no pueden, por consiguiente, limitar esa obediencia, de la misma manera que no limitan los otros deberes. La libertad de crítica, desde luego, se recupera por el individuo en el caso de cambios o fluctuaciones de gobierno; pero esta libertad cesa cuando la constitución es clara y el objeto de la sumisión indudable. En tal caso, ningún pretexto de interés, de amistad o del bien público puede eximir de la obligación de obediencia pasiva (Ibid, § 54). Berkeley ponía como epígrafe de su escrito el versículo de San Pablo (Rom., XIII, 2): “Todo aquel que resiste al poder resiste al orden de Dios”, y creía que de este modo aclaraba la misma esencia de la moral política del cristianismo.
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