jueves, 3 de marzo de 2011

Texto sobre Schopenhauer (de Abbagnano)


Primero: De la cuarta raíz del principio de razón suficiente. (Ueber die vierfache Wurzel des Satzes vom zureichenden Grunde).

El principio de razón suficiente: "nihil est sine ratione cur potius sit quam non sit", nada exite sin que haya una razón para que sea.

Segundo: El mundo como voluntad y representación (Die Welt als Wille und Vorstellung)

Tercero: estética.

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SCHOPENHAUER por Abbagnano

580. VIDA Y ESCRITOS

Adversario del idealismo en el terreno del racionalismo optimista, Arturo Schopenhauer comparte con él el espíritu romántico y la aspiración a lo infimito. Nació en Danzig el 22 de febrero de 1788; su padre era banquero, y su madre, Juana, una conocida escritora de novelas. Viajó en su juventud por Francia e Inglaterra y, después de la muerte de su padre, que quería dedicarlo al comercio, frecuento la Universidad de Gotinga, donde tuvo por maestro al escéptico Schulze. En su formación influyeron las doctrinas de Platón y de Kant. Kant fue considerado siempre por Schopenhauer como el filósofo más original y de más talla que jamás apareciera en la historia del pensamiento.

En 1811, en Berlín, Schopenhauer seguía las lecciones de Fichte; en 1813 se graduó en Jena con su tesis La cuádruple raíz del principio de razón suficiente. En los años siguientes (1814-18), Schopenhauer vivió en Dresde. Allí se dedicó a escribir una obra, Sobre la vista y los colores (1816), en defensa de las doctrinas científicas de Goethe, con el que había trabado una buena amistad durante su permanencia en Weimar, y preparó para la imprenta su obra principal, El mundo como voluntad y representación, que fue publicada en 1819. Después de un viaje a Roma y a Nápoles, ingresó en 1820 como docente libre en la Universidad de Berlín, y hasta 1832 dio en ella sus cursos libres, sin demasiado entusiasmo y sin ningún éxito. Entre 1822 y 1825 fue de nuevo a Italia. La epidemia de cólera de 1831 le hizo huir de Berlín y se estableció en Frankfurt am Main (Fráncfort del Meno), donde permaneció hasta su muerte, acaecida el 21 de septiembre de 1861.

Mientras, en 1836, había publicado La voluntad en la naturaleza, y en 1841, Los dos problemas fundamentales de la ética. Su última obra, Parerga y paralipómena, fue publicada en 1851, y es un conjunto de tratados y de ensayos, algunos de los cuales, por su forma popular y brillante, contribuyeron no poco a difundir su filosofía. Comprenden, entre otros: La filosofía de la universidad, Aforismos sobre la sabiduría de la vida, Pensamientos sobre asuntos diversos.

La obra de Schopenhauer no alcanzó éxito inmediato, tuvo que esperar más de veinte años para publicar la segunda edición de El mundo como voluntad y como representación, edición que enriqueció con un segundo volumen de notas y suplementos. Era el período de mayor floración idealista a la cual Schopenhauer se oponía despectivamente, dirigiendo a Fichte, a Schelling, a Hegel y a sus seguidores los más ásperos sarcasmos. El [126] idealismo es despectivamente definido por él como la “filosofía de las universidades", es una filosofía farisaica que no está al servicio de la verdad, sino de intereses vulgares, y por ello no se preocupa más que de justificar sofísticamente las creencias y los prejuicios que resultan útiles a la Iglesia y al Estado.


A Fichte y a Schelling, Schopenhauer les reconoce aún cierto ingenio, aunque mal empleado; pero en cuanto a Hegel, es “un charlatán pesado y necio”, y su filosofía, “una bufonada filosófica”, “la más vacía e insignificante cháchara con la que jamás se haya complacido una cabeza de alcornoque”, expresada en la “jerga más repugnante, al mismo tiempo que insensata, que recuerda el delirio de los locos”. Schopenhauer 'no trata mejor, por otra parte, ni siquiera a Schleiermacher, Herbart y Fries. En el lenguaje florido y pintoresco que emplea para expresar su- poco benévola apreciación de la filosofía contemporánea se manifiesta continuamente la exigencia, que sintió de manera intensísima, de la libertad de la filosofía, exigencia que le hace indignarse ante la divinización que del Estado hacía Hegel. “Qué mejor preparación para los futuros empleados administrativos y jefes de negociado que ésta que enseñaba a dar la vida entera al Estado, a pertenecerle en alma y cuerpo como la abeja a la colmena, y a no tener otra mira que llegar a ser una rueda capaz de cooperar a mantener en pie la gran máquina del Estado. El jefe de negociado y el hombre eran así una sola y misma cosa...”

581. LA VOLUNTAD INFINITA

El punto de partida de la filosofía de Schopenhauer es la distinción kantiana entre los fenómenos y el nóumeno. Pero esta distinción la entiende Schopenhauer en un sentido que nada tiene de común con el genuinamente kantiano. Para Kant, el fenómeno es la realidad, la única realidad posible para el conocimiento humano; y el nóumeno es el límite intrínseco de este conocimiento. Para Schojenhauer, el fenómeno es apariencia, ilusión, sueño, lo que la filosofía mdia llama “velo de Maya”; y el nóumeno es la realidad que se oculta detrás del sueño y la ilusión. Desde el principio, Schopenhauer conduce el concepto de fenómeno hacia un sentido totalmente extraño al espíritu de Kant y extraído de la filosofía india y budista, que conocía profundamente. Y sobre esta base presenta su filosofía como la culminación necesaria de la de Kant: él ha descubierto la vía de acceso al noúmeno, que Kant consideraba inaccesible. Schopenhauer no hace ningún caso de la doctrina moral de Kant, que había afirmado que en la fe moral y en sus condiciones (postulados de la razón práctica) existía la posibilidad de una relación del hombre con el mundo nouménico. Pera él, Kant es el Kant de la Crítica de la razón pura; más aún: sólo el de la primera edición de dicha Crítica. El camino de acceso al nóumeno que Schopenhauer descubre, es la voluntad: no la voluntad finita, individual y consciente, sino la voluntad infinita, y, por eso, una e indivisible, independiente de toda individuación. Tal voluntad, que vive en el hombre como en cualquier otro ser de la naturaleza, es, pues, un principio infinito, de típica inspiración romántica. Schopenhauer aborrecía la filosofía de los aburridos idealistas; pero precisamente en virtud de esta oposición su [127] filosofía conserva con ella una estrecha relación. Para Hegel, la realidad es razón, y para Schopenhauer es voluntad irracional; pero, para uno y otro, sólo lo infinito es real y lo finito es apariencia. Hegel llega a un optimismo que justifica todo lo que existe; Schopenhauer desemboca en un pesimismo que tiende a negar y suprimir toda la realidad. Pero uno y otro están dominados por la misma avidez de lo infinito y descuidan igualmente lo individual, que también para Schopenhauer es mera apariencia. Si Hegel identifica la libertad con la necesidad dialéctica, Schopenhauer la. niega explícitamente por contraria al determinismo que reina en todo el mundo fenoménico.


La voluntad infinita está interiormente escindida, es discorde y devoradora de sí misma: es, esencialmente, desdicha y dolor. Schopenhauer se declara partidario y profeta de la liberación de la voluntad de vivir y halla el camino de la liberación en el ascetismo. Sin embargo, personalmente aún no se siente empeñado en esta tarea. No obstante el carácter profético de su filosofía, Schopenhauer no ve en la filosofía más que una suma de conceptos abstractos y genéricos que hacen de ella “una repetición completa y como un reflejo del mundo en conceptos abstractos” (Mundo, I, § 15). Por lo tanto, el filósofo no es comprometido por las enseñanzas de su filosofía. “Que el santo sea un filósofo, es tan innecesario como que el filósofo sea un santo: como no es preciso que un hombre muy hermoso sea un pan escultor, o que un gran escultor sea un hombre bello. Por otra parte, seria absurdo pretender de un moralista que sólo recomiende las virtudes que él posee. Reflejar de manera abstracta, universal, límpida, en conceptos, la moral esencial del mundo, y así, cual una imagen reflejada, fijarla en conceptos permanentes y siempre ordenados de la razón: esto, y no otra cosa, es filosofía” (Ib., I, § 68). De esta suerte, Schopenhauer ni siquiera se propuso emprender el camino de la liberación ascética, tan elocuentemente defendida por él como último resultado de su filosofía. En realidad, permaneció aferradísimo a aquella voluntad de vivir de la que tanto predicaba la necesidad de liberarse. Y cuando, después de la muerte de Hegel, decayó la moda del hegelianismo y la atención del público comenzó a volverse hacia él, se alegró en sumo grado. Su personalidad cae por completo fuera de su filosofía, la cual queda privada, por ello, del máximo mérito de toda filosofía: el testimonio vivo del filósofo que la ha elaborado.

582. EL MUNDO COMO REPRESENTACION

“El mundo en mi representación”: con este aserto se inicia la obra principal de Schopenhauer. Este principio, como los axiomas de Euclides, resulta evidente apenas es comprendido. La filosofía moderna, desde Descartes hasta Berkeley, ostenta el mérito de haber llevado a su pleno conocimiento este principio. Ello significa que la verdad filosófica debe, en todo caso, ser idealista. “Nada más cierto – dice Schopenhauer (El mundo, II, c. 1) – que nadie puede salir de sí mismo para identificarse directamente con las cosas distintas de él; todo aquello de que tiene conocimiento cierto, es decir, inmediato, se encuentra dentro de su conciencia”. La representación tiene dos aspectos esenciales e inseparables, cuya distinción constituye la [128] forma general del conocimiento: ser abstracta o concreta, pura o empírica. De una parte está el sujeto de la representación, que es aquello que lo conoce todo, pero que no es conocido por nadie, porque no puede llegar a ser nunca objeto de conocimiento. De otra parte está el objeto de la representación, condicionado por las formas a priori del espacio y del tiempo que en él producen la multiplicidad. El sujeto está futra del espacio y del tiempo, y está, total e indiviso, en todo ser capaz de poseer representaciones. “Uno sólo de estos seres integra, con el objeto, el mundo como representación, con tanta plenitud como los millones de seres existentes. Pero si también este ser se desvaneciera, cesaría de existir el mundo como representación” (Ib., I, § 2). No puede haber objeto sin sujeto, ni sujeto sin objeto. El materialismo queda excluido porque niega el sujeto reduciéndolo a objeto (a la materia). El idealismo (el de Fichte) queda eliminado porque supone la tentativa opuesta, e igualmente imposible, de negar el objeto reduciéndolo a sujeto.


Ahora bien, la realidad del objeto se reduce a su acción. La pretensión de que el objeto tenga existencia fuera de la representación que de él tiene el sujeto, y de que, por tanto, el objeto intuido no se agote en su acción, carece de sentido, incluso es contradictoria. La acción causal del objeto sobre otros objetos constituye toda la realidad del objeto mismo. En consecuencia, si se llama materia al objeto del conocimiento, la realidad de la materia' se agota en su causalidad. De esta afirmación, Schopenhauer deduce como primera consecuencia la eliminación de toda diferencia notable entre vigilia y ensueño. Lo que afirmó la antiquísima filosofía india, lo que han dicho los poetas de todos los tiempos, desde Píndaro hasta Calderón, encuentra, según Schopenhauer, una confirmación decisiva en la conclusión idealista de la filosofía moderna: la vida es sueño, y se distingue del sueño propiamente dicho tan sólo por su mayor continuidad y conexión interior (El Mundo…, I, § 5). La segunda consecuencia es que la función fundamental de la inteligencia es la intuición inmediata de la relación causal existente entre sus objetos: la realidad de estos objetos consiste, en efecto, como se ha visto, exclusivamente en su causalidad. La inteligencia es, pues, esencialmente intuitiva, en oposición con la razón, que es, en cambio, esencialmente discursiva y sólo opera con conceptos abstractos (Ib., I, § 8). Los conceptos abstractos son irreductibles a las intuiciones intelectuales, por cuanto derivan de éstas y las presuponen (Ib., I, § 10). El saber propiamente humano es conocimiento abstracto, esto es, mediante conceptos; pero tal saber no tiene otro fundamento de su certeza que la propia intuición intelectual. Schopenhauer considera que incluso la geometría se funda por completo en la intuición, por lo que adquiriría mayor evidencia si adoptase explícitamente el método intuitivo (Ib., l, § 15).


Espacio, tiempo y causalidad constituyen las formas a priori de la representación, es decir, las condiciones a que ha de someterse todo objeto intuido. De aquí la importancia que Schopenhauer da al principio de causalidad, cuyas distintas formas determinan las categorías de los objetos cognoscibles. En su ensayo La cuádruple raíz del principio de razón suficiente, Schopenhauer había distinguido cuatro formas del principio de causalidad y cuatro clases de objetos cognoscibles correspondientes.


1º. El principio de razón suficiente del devenir regula las relaciones entre las cosas [129] naturales y determina la sucesión necesaria del efecto a la causa. Esta forma delimita las representaciones intuitivas, completas y empíricas: esto es, de las cosas o de los cuerpos naturales. En los diversos aspectos de esta forma de causalidad se funda la diferencia entre el cuerpo orgánico, la planta y el animal: el cuerpo orgánico es determinado en sus cambios por causas (en el sentido restringido de la palabra); la planta, por estímulos; el animal, por motivos.


2º. El principio de razón suficiente del conocer regula las relaciones entre juicios y hace deperider la verdad de la conclusión de la de las premisas. Esta forma de principio delimita aquella clase de conocimientos que tan sólo posee el hombre, es decir, los conocimientos racionales verdaderos y propios.


3º. El principio de razón suficiente del ser regula las relaciones entre las partes del tiempo y del espacio, y por eso mismo determina la concatenación lógica de los entes
aritméticos y geométricos. Por tanto, en él se funda la verdad de los conocimientos matemáticos.


4º. El principio de razón suficiente del obrar regula las relaciones entre las acciones y las hace depender de sus motivos. La motivación es, por ello, una clase particular de la causalidad y, precisamente, la causalidad vista desde el interior mismo del sujeto agente.

Estas cuatro formas de principio de causalidad constituyen cuatro formas de necesidad que dominan todo el mundo de la representación: la necesidad lógica según el principio de la ratio cognoscendi; la necesidad física según la ley de la causalidad; la necesidad matemática según el principio de la ratio essendi, y la necesidad moral, según la cual todo hombre, como todo animal, debe cumplir la acción sugerida por el motivo, cuando este motivo se le ha representado. Esta última forma de necesidad excluye, evidentemente, la libertad de la voluntad humana, que de hecho no existe, según Schopenhauer. El hombre, como representación, es solamente un fenómeno entre otros fenómenos, y está sometido a la ley general de los fenómenos mismos, que es la causalidad, en la forma específica que le es propia: la de la motivación. Pero, puesto que la realidad no se reduce por completo a la representación, que sólo es fenoménica, hay para el hombre otra posibilidad de considerarse libre, posibilidad ligada a la esencia nouménica del mundo y de sí mismo.

583. EL MUNDO COMO VOLUNTAD

Si el mundo fuese sólo representación, se reduciría a una visión fantástica o a un sueño inconsciente. Pero no es sólo representación y revela en el hombre mismo su realidad última, su nóumeno. El hombre, por tanto, como sujeto cognoscente, está fuera del mundo de la representación y de su causalidad; como cuerpo está dentro de este mundo y sometido a su acción causal. Pero el cuerpo mismo no es dado al hombre como mero fenómeno, esto es, no es únicamente intuido por él como una representación entre las otras representaciones. Le es dado de modo más intrínseco e inmediato: como voluntad. Se admite corrientemente que los actos y los movimientos del cuerpo son efectos de la voluntad; para Schopenhauer son la voluntad misma en su manifestación objetiva, en su objetivización. El cuerpo entero no es más que la objetividad de la voluntad, la voluntad convertida en objeto [130] de intuición o representación. La voluntad es, pues, la cosa en sí, la realidad interna, de la cual la representación es fenómeno o apariencia.


“El fenómeno es representación y nada más; toda representación, de cualquier especie que sea, todo objeto, es fenómeno. La cosa en sí, por el contrario, es solamente la voluntad; ésta, como tal, no es representación, sino algo toto genere diverso. Toda representación, todo objeto, es un fenómeno, una exteriorización visible u objetivación de la voluntad. Ella es lo íntimo del ser, el núcleo de cada individuo e igualmente del todo. Se manifiesta en toda fuerza ciega natural y también en la conducta meditada del hombre. La diferencia que separa la fuerza ciega del proceder reflexivo proviene del distinto grado de manifestación, y no de la esencia de la voluntad que se manifiesta” (Ib., I, § 21).


Como cosa en sí, la voluntad se sustrae a las formas propias del fenómeno, esto es, al espacio, al tiempo y a la causalidad. Estas formas constituyen el principium individuationis, porque individualizan y multiplican los seres naturales. La voluntad que se sustrae a tales formas se sustrae al principio de individuación; es, pues, única en todos los seres. Además, por sustraerse a la causalidad, la voluntad obra de manera absolutamente libre, sin motivación, y es, por tanto, irracional y ciega. Schopenhauer la identifica con las fuerzas que actúan en la naturaleza, fuerzas que adoptan aspectos y nombres diversos (gravedad, magnetismo, electricidad, estímulo, motivo) en sus manifestaciones fenoménicas, pero que en sí son una única e idéntica fuerza: la voluntad de vivir.


La objetivación de la voluntad en la representación tiene grados diversos. Todo grado es una idea en sentido platónico: una forma eterna o un modelo, una especie, que luego se individualiza y multiplica en el mundo de la representación, por obra del tiempo, del espacio y de la causalidad. La ley natural es la relación de la idea con la forma de su fenómeno. El grado más bajo de la objetivación de la voluntad está constituido por las fuerzas generales de la naturaleza. Los grados superiores son las plantas y los animales hasta el hombre, en los cuales comienza a aparecer la individualidad verdadera y propia. A través de estos grados, la voluntad una tiende a una objetivación cada vez más elevada; por esto aparta los grados inferiores del propio fenómeno, después de haberlos empujado al conflicto con objeto de triunfar sobre ellos y objetivarse en un nivel superior. Todo grado de objetivación de la voluntad opone al otro la materia, el espacio y el tiempo, e implica, por tanto, lucha, batalla y victorias alternantes. Esto sucede: tanto en la naturaleza inorgánica como en el mundo vegetal y animal, e incluso entre los hombres. En los grados inferiores, la voluntad aparece como un impulso ciego, una sorda agitación. En los animales llega a ser representación intuitiva y cesa de obrar como impulso ciego. En los hombres llega a ser razón que actúa en virtud de motivos Pero lo que gana la voluntad en claridad lo pierde en seguridad: la razón está sujeta al error y, como guía de la vida, falla muchas veces en su objetivo. Esto no impide que haya surgido expresamente al servicio de la voluntad y que sea su esclava (Ib., I, § 27), De esta esclavitud puede librarse sólo a través del arte y a través de la ascesis.


584. LA LIBERACION DEL ARTE


La primera e inmediata objetivación de la voluntad es la idea, en el sentido de especie, de esencia universal y genérica. La idea está fuera del espacio y del tiempo, fuera del principio de causalidad en todas sus formas y, por lo tanto, fuera del conocimiento común y científico, vinculado precisamente al espacio, al tiempo y a la causalidad. Está también fuera del individuo como tal, que sólo conoce objetos particulares, objetos que son objetivación mediata de la voluntad y mediata de las ideas. Los objetos particulares – las cosas y los seres existentes en el espacio y en el tiempo –, por su multiplicidad y su mutabilidad, no constituyen una objetivación adecuada y plena de la voluntad. Objetivación adecuada y plena lo es solamente la idea. Y la idea no es el objeto del conocimiento, sino sólo el del arte, que es obra del genio. Ahora bien, mientras el conocimiento y, por consiguiente, la ciencia, está continuamente prisionera en las formas del principio de individuación y esclavizada a las necesidades de la voluntad, el arte es conocimiento libre y desinteresado. Quien contempla las ideas no es el individuo natural, sometido a las exigencias de la voluntad, sino el sujeto puro del conocimiento, el ojo puro del mundo. El genio es la actitud de contemplación de las ideas en su grado más elevado. “Mientras para el hombre corriente – dice Schopenhauer (El Mundo…, l, § 36) – el patrimonio cognoscitivo propio es la linterna que ilumina el camino, para el hombre genial es el sol que revela el mundo".


La contemplación estética sustrae al hombre de la cadena infinita de las necesidades y de los deseos con una satisfacción inmóvil y completa. Esta satisfacción no se alcanza jamás de otra forma. “Ningún objeto de la voluntad, una vez logrado, puede producir una satisfacción duradera, que sea inmutable; se asemeje sólo a la limosna que, dada al mendigo, prolonga hoy su vida para continuar mañana su tormento” (Ib., l, § 38). En la contemplación estética, en cambio, la cadena de las necesidades se interrumpe porque el individuo mismo es, en cierto modo, anulado. “La pura objetividad de la intuición, en virtud de la cual llega a ser conocida no ya la cosa particular como tal, sino la idea de su especie, resulta determinada por el hecho de que ya no se es consciente de sí mismo, sino sólo de los objetos intuidos; por consiguiente, la propia conciencia permanece simplemente como el sostén de la existencia objetiva de aquellos objetos" (Ib., II, c. 30). En esto consiste la analogía y, finalmente, la afinidad del arte con la anulación de la voluntad, debida al ascetismo. Cuando, al elevarnos a la contemplación de la idea, entramos en lucha con los impulsos discordantes de la voluntad, tenemos el sentimiento de lo sublime, el cual, precisamente por esta lucha, se distingue del sentimiento de lo bello en que aquella no se da (Ib., I, § 39).


Las diferentes artes corresponden a grados diversos de objetividad de la voluntad. Van desde la arquitectura, que corresponde al grado inferior de objetividad (esto es, a la materia inorgánica), a través de la escultura, la pintura y la poesía, hasta la tragedia, que es el arte superior. La tragedia revela el íntimo conflicto y la lucha de la voluntad consigo misma. “El dolor sin nombre, el afán de la humanidad, el triunfo de la perfidia, la tiránica influencia de las circunstancias y el derrumbamiento fatal de los justos y de [132] los inocentes, son presentados por la tragedia a plena luz, y se alcanza así un indicio muy significativo de la naturaleza del mundo y del ser" (Ib., l, § 51). Entre las diversas artes, la música merece un lugar especial. A diferencia de las demás, la música no corresponde a las ideas, sino que, como las ideas mismas, es revelación inmediata de la voluntad. “La música es una objetivación e imagen de la voluntad tan directa como el mundo, o incluso como las ideas mismas, cuya múltiple manifestación fenoménica constituye el mundo de los objetos particulares” (Ib., I, § 52). La música es, por ello, el arte más universal y profundo, el lenguaje universal en grado sumo, “el cual es, respecto a la universalidad de los conceptos, poco más o menos lo que éstos son respecto a la singularidad de las cosas”.


Todo arte es liberador: el placer que procura es la cesación del dolor de la necesidad, cesación alcanzada merced al desasimiento del conocimiento respecto a la voluntad y a su actitud de contemplación desinteresada. Pero la liberación del arte es, sin embargo, siempre temporal y parcial. No redime al hombre de la vida sino por breves instantes y no es un camino para sustraerse a la vida, sino solo un alivio de la vida misma. El camino de la liberación total es por esto mismo, distinto e independiente del arte.

585. LA VIDA COMO DOLOR

En el umbral del tratado de ética, que debe indicar el camino de la liberación humana de la voluntad de vivir, Schopenhauer se debate con el problema de la libertad. Cómo puede el hombre liberarse de la voluntad si no es libre frente a ella, si es un esclavo de la voluntad misma? En el Ensayo sobre el libre albedrío (1840), incluido en los Dos problemas fundamentales de la ética, Schopenhauer se había ya pronunciado claramente contra una libertad entendida como liberum arbitrium indifferentiae. Al mismo tiempo, interpretando a su modo la doctrina de Kant, había situado la libertad en la esencia nouménica o inteligible del hombre. A esta solución se inclina también en su obra principal. El fenómeno, todo fenómeno, está sometido a una de las formas del principio de razón suficiente; de ahí que sea necesario. Pero el nóumeno escapa a aquellas formas ; así pues, es libertad, y es libertad en el sentido más vasto y extenso: es libertad como omnipotencia. Es omnipotente, por tanto, la voluntad en sí, el nóumeno de todas las cosas, y, por ello, también del hombre. Pero el hombre es sólo un fenómeno de la voluntad, la cual en sí es una e indivisible; cómo puede ser, pues, libre? Schopenhauer distingue el carácter empírico del hombre, que es puro fenómeno y, por tanto, necesario y determinado, y el carácter inteligible, que es un acto de voluntad fuera del tiempo y, por ello, indivisible e inmutable. El carácter inteligible se manifiesta en las acciones y determina la naturaleza del carácter empírico; pero no por ello está en la mano del hombre, porque éste no puede escogerlo; es la voluntad quien lo escoge para él. Al carácter inteligible y al carácter empírico se añade después el carácter adquirido, que se forma viviendo, al ir utilizando las cosas del mundo, y consiste en la conciencia clara y abstracta del propio carácter empírico. En todo esto aún no hay trazas de libertad. Pero la voluntad es en sí misma libre y puede promover en el hombre y para el hombre su propia liberación. [133]


Esto sucede sólo en aquel acto en que la voluntad misma llega “a la plena conciencia en sí, al claro y exhaustivo conocimiento de su propio ser, tal como se refleja en el mundo” (Ib., I, § 55). Pero cómo esta conciencia de la voluntad, este su autoconocimiento o autoobjetivación – que no puede ser sino producto de la voluntad misma – pueda anular o atenazar la voluntad omnipotente, es cosa que Schopenhauer no se detiene a explicar.


La autonegación de la voluntad debe ser, pues, producto del claro y límpido conocimiento que la voluntad tiene de sí misma. Lo fundamental de este conocimiento es que la vida es dolor y que la voluntad de vivir es el principio del dolor. Querer significa, en efecto, desear y el deseo implica la ausencia de lo que se desea. Deseo es falta, deficiencia, indigencia, por consiguiente, dolor. La vida se lanza a un esfuerzo constante para vencer el dolor, esfuerzo que resulta vano en el momento mismo en que alcanza su término. La satisfacción del deseo y de la necesidad origina inmediatamente un nuevo deseo o una nueva necesidad, de modo que esa satisfacción nunca tiene carácter definido y positivo: el placer es la cesación del dolor y, por tanto, un estado negativo y pasajero. Por otra parte, cuando el aguijón de los deseos y de las pasiones se hace menos intenso sobreviene el hastío, que es aún más insoportable que el dolor. La vida es, por esto, un continuo oscilar entre el dolor y el hastío; de los siete días de la semana, seis corresponden a la fatiga y a la necesidad, y el séptimo al hastío (Ib., I, § 57). Contra la tesis de Leibniz, de que éste es el mejor de los mundos posibles, Schopenhauer afirma radicalmente lo opuesto, es decir, que es el peor de los mundos posibles. Posible no es lo que puede imaginarse con la fantasía, sino lo que realmente puede existir; y por poco peor que el mundo fuera, ya no podría existir. Así pues, no pudiendo ser posible un mundo peor, por no poder existir, éste es, precisamente, el peor de los mundos posibles. ‘"El optimismo no es más – dice Schopenhauer, repitiendo a su modo una tesis de Hume – que la autoalabanza injustificada del verdadero creador del mundo, es decir, de la voluntad de vivir, la cual se mira complacida en su propia obra: de aquí que sea no sólo una doctrina falsa, sino incluso perniciosa” (Mundo, Il, c. 46).


Sin embargo, Schopenhauer admite el finalismo en la naturaleza y habla de una finalidad interna por la cual todas las partes de un organismo singular convergen a la conservación del mismo y de su especie; también habla de una finalidad externa que consiste en la relación entre la naturaleza orgánica y la inorgánica que hace posible la conservación de toda la naturaleza orgánica (Ib., I, § 28). Pero Schopenhauer no dice cómo se concilia este finalismo con el pesimismo, esto es, con la tesis de que nuestro mundo es el peor de los mundos posibles. Solamente observa que el finalismo garantiza la conservación de la especie, no la de los individuos de cada especie, los cuales son presa de la incesante guerra exterminadora que la voluntad de vivir lleva contra sí misma. Pero es obvio que un número determinado de individuos tenga que salvarse si se ha de conservar la especie; por tanto, la salvación de dichos individuos debe formar parte del finalismo general.


En cambio, por lo que respecta al mundo 'de la historia, el pesimismo de Schopenhauer es más coherente. Y así afirma que la verdadera filosofía de la historia no consiste en elevar los objetivos pasajeros de los hombres a objetivos absolutos y eternos y en construir artificiosamente su progreso, [134] sino en saber que la historia, desde el principio hasta el final de su desenvolvimiento, repite siempre la misma trama, bajo diferentes nombres y trajes distintos. Este único hecho es el moverse, el actuar, el sufrir; en una palabra, el destino del género humano, tal como surge de la característica fundamental del hombre: muchas cosas malas, pocas buenas. Por tanto, la única utilidad que puede tener la historia es la de d".r al género humano la conciencia de sí mismo y del propio destino. Un pueblo que no conozca su historia vive como el animal: sin darse razón de su pasado, limitado e inmerso en el presente. Lo que hace la razón para el individuo, lo hace la historia para una totalidad de individuos; refiere el presente al pasado y anticipa el futuro. Por esto, toda laguna en la historia es como una laguna en la autoconciencia del hombre; y en presencia de un monumento de la antigüedad que haya sobrevivido a su historia, el hombre permanece ignorante y estupefacto, como el animal ante las acciones humanas o como el sonámbulo que por la mañana descubre lo que él mismo ha hecho estando dormido (Ib., II, c. 38).

586. EL ASCETISMO

El fundamento de la ética de Schopenhauer es la continua laceración que la voluntad hace de sí misma; laceración que en el individuo es la contraposición y la insurrección continua de las necesidades, y fuera del individuo, la contraposición que la voluntad tiene de vivir escindida y discorde en los diversos individuos. Sólo tiene un remedio: el reconocer 1a unidad fundamental de la voluntad en todos los seres y, por tanto, el considerar a los demás como iguales a nosotros mismos. El hombre malvado no sólo es el atormentador, sino también el atormentado; sólo por un ensueño ilusorio se cree aparte de los demás y libre de su dolor. El remordimiento temporal o la angustia permanente, que acompañan a la maldad, son la oscura conciencia de la unidad de la voluntad en todos los hombres. Toda maldad es injusticia, esto es, desconocimiento de esta unidad. Toda bondad es justicia, o sea, reconocimiento de esta unidad por debajo del velo de Maya, por debajo de la ilusoria multiplicidad del principium individuationes. Pero la justicia es sólo el primer grado de aquel reconocimiento; el grado superior es la bondad, que es el amor desinteresado a los otros. Cuando este amor es perfecto, consigue que el otro individuo y su destino sean parejos a nosotros mismos y a nuestro destino: no se puede ir más allá, puesto que no hay razón alguna para preferir las otras individualidades a la nuestra. Ahora bien, así entendido, el amor no es otra cosa que compasión: “es siempre, tan sólo, el conocimiento del dolor de los demás, hecho comprensible a través del dolor propio y puesto a la par con éste” (Ib., l; § 67). En este grado, el individuo ve en todo dolor ajeno el suyo propio, porque reconoce en todos los otros seres su más verdadero e íntimo yo. El velo de Maya se ha rasgado por completo para él y está preparado para la liberación total.


Esta liberación es la ascesis. Por ella, la voluntad cambia de dirección, no afirma ya su propia esencia, reflejándose en el fenómeno, sino que la rechaza. La ascesis es “el horror del hombre ante el ser del cual es expresión [135] su propio fenómeno, ante la voluntad de vivir, ante lo nuclear y esencial de un mundo que vemos lleno de dolor” (Ib., I, § 68). El asceta deja de amar la vida, no ata su voluntad a nada, guarda en sí mismo la máxima indiferencia por todo. El primer paso de la ascesis es la castidad perfecta, que nos libera de la primera y fundamental manifestación de la voluntad de vivir, a saber, del impulso a la generación. Tal impulso domina, según Schopenhauer, todas las formas del amor sexual, que, por muy espiritual que pueda parecer, está siempre bajo la presión de los intereses y de las exigencias de la generación. La elección individual en el amor no es verdaderamente individual, sino elección de la especie y llevada a cabo según los intereses de la especie. Para Schopenhauer, la voluntad de vivir aparece en esta función como “el genio de la especie”, que suscita y determina las elecciones, los enamoramientos, las pasiones, con objeto de garantizar la continuidad y la prosperidad de la especie misma. En toda relación, incluso en la más elevada, entre individuos de distinto sexo, no hay más que “una meditación del genio de la especie sobre el individuo, posible gracias a los dos y sobre la combinación de sus cualidades” (Ib., II, c. 44).


Se comprende, por tanto, que la primera exigencia de la liberación ascética de la voluntad de vivir haya de ser el librarse totalmente del impulso sexual, es decir, la castidad absoluta. La resignación, la pobreza, el sacrificio y las otras manifestaciones del ascetismo tienden al mismo fin: liberar la voluntad de vivir de su propia cadena, romperla y anularla. Si la voluntad de vivir fuese anulada por completo en un solo individuo, perecería toda, porque es única. El hombre tiene la misión de liberar radicalmente del dolor a toda la realidad: a través del hombre, el mundo entero será redimido.


Schopenhauer busca la confirmación de esta tesis en la filosofía india, en el budismo y en los místicos cristianos. Y ve en la supresión de la voluntad de vivir el único acto verdadero de libertad que le es posible al hombre. El suicidio no sirve para este fin, porque no es una negación de la voluntad, sino una enérgica afirmación de la misma. De hecho, el suicida quiera la vida; sólo esta descontento de las condiciones en que le ha tocado vivir; destruye, pues, el fenómeno de la vida, su cuerpo, pero no la voluntad de vivir, que por ello mismo no queda afectada o disminuida con su gesto (Ib., I, § 69). El hombre es, como fenómeno, un anillo de la cadena causal: lo que hace está determinado necesariamente por su carácter, y su verdadero carácter es inmutable. Pero cuando conoce la voluntad como cosa en sí, se sustrae a la determinación de los motivos que actúan sobre él en tanto que fenómeno: este conocimiento no es un motivo, sino un quietivo de su querer, y el carácter mismo del hombre puede ser así anulado y destruido por dicho conocimiento (Ib., I, § 70). Con ello, el hombre se hace libre, se regenera y entra en aquel estado que los cristianos llaman estado de gracia. El término en el cual puede entonces situarse y descansar en la nada, la pura nada, la aniquilación absoluta de todo lo existente, en cuanto es vida y voluntad de vivir. “Lo que resta después de la supresión completa de la voluntad – dice Schopenhauer al final de su obra (Ib., l, § 71) – es, ciertamente, la nada para todos los que están aún llenos de voluntad. Pero para aquellos otros en los que la voluntad se ha apartado y ha renegado de sí misma, este universo nuestro tan real, con todos sus soles y vías lácteas, es la nada.” Schopenhauer se opone tan resueltamente al panteísmo como al [136] teísmo. Si un Dios personal es, para él, “una fábula judía”, el Uno-todo del panteísmo es, para él, el simple fenómeno accidental de un principio más amplio. “El mundo no colma todas las posibilidades del ser, sino que deja aún fuera de sí lo que indicamos sólo negativamente como negación de la voluntad de vivir” (Ib., II, c. 50). El mundo del panteísmo es el mundo del optimismo, mientras el mundo de Schopenhauer existe sólo para hacer posible su propia negación.

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